Todo se queda suspendido. En esa levitación permanente, me
retuerzo, mi alma hace de mi cuerpo un torbellino, donde ni el viento se puede
desenredar. Mi organismo se mueve lentamente, aunque a mi me parece que vayamos
a volcar en el menor instante.
Y
nada pasa.
Y
nada perturba mi sigilo.
Y
tú no vuelves.
Los años se convierten en mitos. Mis dioses, que tanto
adoraba, ahora copulan con mis hermanos y les dan hijos bastardos, que lloran
sedientos de eternidad. Las lágrimas caen al suelo, y de él germinan espinas
que se clavan en mis tobillos. Aquella inmovilidad, que era mi punto débil, se
agrava. Caigo de rodillas, sangran por aquel pedregoso suelo que son mis
sueños. Donde mis dioses copulan con mis hermanos, donde ríen y lloran, donde
viven.
Sigo siendo un espectador con sueños de tierra.
Sigo queriendo a hijos de dioses, hijas de fuego.
Mi cuerpo, que es vuestro mantel, se hace trizas. Suspendido
en el vacío, cierro los ojos, ajeno a mi realidad. Veo ninfas que no se
convierten en hiedra al besarlas, observo una fauna ilegítima, que los dioses
creen que son sus soldados. Los destruyen sin ningún temor, y queman su piel
putrefacta como un sortilegio oscuro y divino.
Todo se derrite, las olas comen piedras saladas y escupe
cuerpos que ya no quiere. El mar sigue siendo el elemento más contemplativo, te
destruye sin piedad, no te ayuda en tus brazadas hacia la perdición, ni
siquiera cuando te engulle es capaz de destruirte sin dolor. Deja que patalees
por tu vida, cada segundo, cada gramo de aire. Te abraza antes de morir, te
golpea después de liberarte.
Las verdades siguen escociendo. Los miedos siguen
enjaulados. Las presas sólo olisquean los sueños.
Para atacarlos. Para morderlos. Para despedazarlos. Para
desALMArlos.
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